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Escribir es una lucha contra el
silencio, una lucha en la que te reconoces a ti mismo e intentas
buscar en cualquier rincón de tus dedos la siguiente tecla que
tienes que pulsar. Escribir es algo muy parecido a lo que Dios hizo
al crear el mundo, de un folio en blanco nace un río de manchas
ilegibles para mucha gente. Escribir es un diálogo con tintes
neuróticos entre todas tus manías y fantasías. Escribir podría
ser mi vida, pero mi vida nunca se podría escribir.
Día a día uno comprende que esto es
lo más parecido a objetivar tu propio pensamiento. No sé hasta que
punto las estupideces que defendía a los 15 años son tales, y esa
búsqueda inconsciente de lo inmortal sea una constante entre todos
mis hermanos. Palabra a palabra, pienso que todo ser humano tiene la
necesidad de hacerse eterno, porque no soporta en cierta medida el
fluir del tiempo. El tiempo escapa, escapa más veloz de lo que yo
quisiera, y esa sensación de que se acaba, de que a todo esto le
llegará su final, es una idea que me fascina y que me trastoca al
mismo tiempo. Si nos paramos a analizar detenidamente nuestro
pensamiento y como utilizamos el lenguaje día a día, uno llega a
la conclusión que somos inmortales, o que por lo menos nunca nos
llegará la hora de morir en un futuro cercano. Quizás la cultura
tenga una función de inmortalizar la humanidad, de hacer lo finito
perpetuo, de buscar el camino de los Dioses.
Y de cierta forma, esto que estoy
haciendo es una forma de inmortalizarme a mi mismo, una forma de
luchar contra lo inevitable, de que el olvido no llegue antes de
tiempo, y en definitiva, una forma de dar sentido a mi vida y
sobretodo dar sentido a la no-vida, a la no existencia de uno mismo
en el espacio y el tiempo, dar sentido a las más desconocida e
inevitable palabra de todas, la Muerte.
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